La casa de la alegría, de Edith Wharton

 



-¿Recuerdas lo que me dijiste una vez? ¿Que sólo podías ayudarme dándome tu amor? Pues bien... me amaste durante un tiempo y me ayudó mucho; siempre me ha ayudado. Pero el momento pasó... Fui yo quien lo dejó pasar. Y hay que seguir viviendo. Adiós.
Le cubrió la mano con la que tenía libre y se miraron con una especie de solemnidad, como si estuvieran en presencia de la muerte. Y algo, en efecto, yacía muerto entre los dos: aquel amor que ella había matado y ya no podía resucitar. Sin embargo, algo vivía también ahí, algo que ahora estallaba dentro de ella como una llama inextinguible: el amor que el amor de Selden había encendido, la pasión del alma de Lily por el alma de él.

Hay amores no realizados que iluminan más que las más bellas historias de amor. Pensemos en la escena de la pareja atrapada en un cuarto en la película In the Mood for Love (Wong Kar Wai, 2000) o la escena final en la estación de tren de Breve encuentro (David Lean, 1945). La incapacidad de vivir y amar que sufren los protagonistas de Edith Wharton es precisamente lo que les hace plenamente conscientes del esplendor del amor y de la vida.

Edith Wharton vuelve a uno de los temas predilectos de sus novelas: el desajuste temporal entre los valores de la sociedad neoyorquina moderna de cambio de siglo (del XIX al XX) frente a los valores tradicionales y rígidos de la sociedad anterior. Sus protagonistas, como la Lily Bart de La casa de la alegría, sufren los efectos de vivir en una sociedad que fomenta la movilidad social a la vez que usa sus privilegios de clase para expulsar de su espacio a las clases inferiores. Como retrato de la hipocresía social de su época, es demoledor.

Lily Bart es una chica guapa, con encanto y sin dinero, que usa sus armas para ascender y ser aceptada en la sociedad neoyorquina de más alcurnia. Sabe que la belleza y la juventud es un capital que se pierde o desgasta con los años, y en el juego de moverse como una equilibrista entre el ascenso social (a través del matrimonio) y la libertad de espíritu (que le hace rechazar matrimonios convenientes pero sin interés, o amores felices pero sin dinero) pierde sus cartas.

Con un uso prodigioso del estilo indirecto libre, Edith Wharton logra arrojar luz entre sus personajes. Son puntos de conciencia que se iluminan tanto de dentro hacia fuera, como desde la mirada exterior de otros personajes. En una sociedad donde la apariencia es un medio de movilidad social, esa capacidad de alumbrar el exterior y el interior de los personajes, y de dotarlos de profundidad psicológica a la vez que inmovilizarlos o aprisionarlos en ese teatro social o juego de espejos, es una de las proezas estilísticas de Edith Wharton.

Aunque pueda presuponerse cierta ascendencia de la novela realista y naturalista (de Flaubert a Zola), por el sórdido retrato de los condicionantes sociales, Wharton parece beber más de los presupuestos de la tragedia clásica: nuestra heroína es presa tanto de dos épocas antitéticas que he mencionado como del lastre de una educación materna basada en el interés social a la que ella opone cierta libertad de espíritu que la empuja en otra dirección. Estas dos fuerzas contrarias y la mala fortuna son las que precipitarán su caída. Carácter es destino.

Y, al remontarse a su pasado, vio que en ningún momento había tenido una verdadera relación con la vida. Sus padres también carecían de raíces, barridos de un lado a otro por todos los vientos de la moda; ninguna existencia personal los había guarecido de las caprichosas ráfagas.

A los lectores de Edith Wharton suele sorprenderles una crudeza tal vez inusual para su época (la despiadada nouvelle Ethan Frome, o el agrio retrato social de La edad de la inocencia). Más allá de la experiencia perturbadora de ver cómo se destruye una vida, hay una profundidad espiritual capaz de trascender la vida de los personajes. Un esplendor capaz de iluminar las vidas más miserables. El final de La casa de la alegría, pese a su amargura y tragedia, es enormemente alentador: un sueño de cloral zozobrando entre la vida y la muerte, Lily Bart fundiéndose en la duermevela con el cuerpo de un bebé, y extinguiéndose entre la alucinación y el recuerdo de una palabra, como la llama de una vela oscilando entre la luz y la oscuridad.

La pregunta que ha incomodado a muchas religiones (¿cómo un Dios omnisciente y omnipotente permite el sufrimiento y el mal en el mundo?) puede trasladarse al territorio omnisciente del creador o del narrador.

La idea de la palabra se desvaneció poco a poco y el sueño empezó a invadirla. Luchó un momento contra él: creía que no debía dormirse a causa de la niña, pero incluso esa sensación se perdió paulatinamente en una vaga impresión de paz y somnolencia, a través del cual se abría paso de repente un oscuro relámpago de terror y soledad.

(...)

Tras una maravillosa elipsis, transitamos al último capítulo. La perfección de su comienzo habría maravillado a Tolstoi:

La mañana siguiente amaneció templada y radiante, con una promesa de verano en el aire. La luz del sol caía alegremente de soslayo en la calle de Lily, suavizaba la deslucida fachada, doraba la barandilla sin pintura de los escalones y arrancaba reflejos prismáticos a los cristales de su ventana oscura.

En la religión de Edith Wharton, hay algo capaz de trascender la ruina de una vida:

Fue este momento de amor, esta efímera victoria sobre sí mismos, lo que les había redimido de la atrofia y la extinción: lo que, en ella, había tendido una mano hacia él en cada batalla contra la influencia de un entorno, y lo que, en él, había conservado viva la fe que ahora le llevaba, penitente y reconciliado, a su lado.
Se arrodilló junto a la cama y se inclinó sobre Lily, apurando hasta las heces su último momento; y en el silencio aleteó entre uno y otro la palabra que lo aclaraba todo.

Traducción de Pilar Giralt Gorina.

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