"El verano que mi madre tuvo los ojos verdes" de Tatiana Tîbuleac; traducción de Marian Ochoa de Uribe (Impedimenta, 2019)

 

 
Era dificil sustraerse a tanto revuelo, con una de las revelaciones de 2020. El problema es que uno envejece (46 años ya), ha leído pocos clásicos y cuesta seguir los imperativos de la industria o mercado editorial y sus continuas alharacas, sabiendo que muchos de estos autores y autores ya son más jóvenes que yo.

Una manera de probar la fortaleza de alguna de estas revelaciones es escarbar en la superficie hasta pinchar el hueso. Así, frente a los fuegos de artificio, las osadas volteretas poéticas (la autora juega con las palabras y las combina con desparpajo, retorciendo metáforas y haciéndolas explotar como pompas de jabón), la construcción en puzzle y continuos saltos en el tiempo, estas historias osadas no dejan de respirar vida y de sangrar. En este ejercicio de ficción, la autora hace brotar de las entrañas de la carne humana, las más negras y violentas emociones. Para los que no sepan mucho de esta novela, es esta una historia de amor y de odio, de la falta de amor y del rencor que provoca no ser amado, de cicatrices y curación, de trastornos y muerte. 

Hay odio y redención en unos personajes que caminan al borde del abismo. Hay un verano eterno en París en que la madre tuvo los ojos verdes. La danza del verano y la muerte. Eso es El verano en el que mi madre tuvo los ojos verdes.


 

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