En la cima
Después de cinco años trabajando en la planta cuarta de las oficinas de la torre Pelli de Sevilla, ayer me comunicaron una gran noticia. Uno de los compañeros del Servicio de Limpieza que trabaja en la planta 36 cayó enfermo, y el gerente me informó que debía sustituirle. Con enorme emoción y vértigo recibí la noticia del ansiado ascenso, y poco me faltó para echarme a llorar delante de él. ¡La planta 36! ¡La segunda planta desde arriba! Solo los privilegiados pueden acceder a esa planta, allí donde están las mejores oficinas de Cajasol, y donde se encuentran los despachos de los Grandes Directivos, de la sevillanía más ilustre. Jamás pensé que llegaría tan lejos, que volaría tan alto, y casi con culpabilidad deseé que lo de mi compañero fuera algo grave, o a los de la empresa no se les ocurriera contratar a otro trabajador.
Así que hoy planché con esmero mi mejor traje, y limpié a fondo todos mis instrumentos de trabajo (la escoba y el recogedor bien limpios, la fregona recién cambiada, y el cepillo o escobilla con las cerdas bien firmes). Antes de subir, me paré unos minutos en la puerta del ascensor del servicio para poder recordar para siempre ese momento. Eran las 6 de la mañana y aún no había nadie. Entré en los mejores despachos, aspiré sus alfombras, y limpié sus grandes mesas de caoba. Incluso limpié a fondo los portaretratos de sus esposas y sus amantes, y aspiré el olor rancio de los ceniceros (confieso incluso que me guardé el resto de un puro, para poder contemplarlo y olerlo en casa). Intenté esforzarme al máximo para dejarlo todo impoluto, y que no hubiera ninguna queja ese día sobre la limpieza. Confieso que hubo un par de despachos que me dieron bastante trabajo, y en uno de los baños del subdirector de una gran sucursal bancaria me topé con un pequeño problema... me sabe mal decirlo, pero un zurullo enorme con papeles manchados de mierda atascaba sin piedad el váter. Bueno, esto costará trabajo, pensé. Así que me remangué bien, y froté y froté para dejarlo todo limpio. Y mientras luchaba contra esa gran mierda armado con mi escobilla, me imaginaba que era como un caballero luchando contra malvados enemigos, a los que con furia iba venciendo. Y mientras me debatía imaginando esas batallas, no me di cuenta de que llevaba unos minutos llorando. Sí, estaba llorando de emoción ¡Dios, mío! ¡Yo en la segunda planta! Y el pecho se hinchaba de orgullo mientras aspiraba el nauseabundo olor de las letrinas. Y llorando, pensaba ensoberbecido, si mi padre me viera ahora...
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